miércoles, 13 de junio de 2007

SOBRE EL JUEGO Y LA FELICIDAD



Por Miguel Godos Curay
El juego es fundamental en la vida humana. Permite la expansión de la inteligencia y prepara a los seres humanos para la vida. Lo roles sociales de los adultos se aprenden en el juego de los niños. A través del juego infantil los habitantes de las ciudades se convierten en ciudadanos y descubren la importancia de la participación y la vida participada en la construcción de la ciudad. Cuando los niños juegan a “policías y ladrones” no hacen sino reproducir el estado de indefensión de la seguridad ciudadana. Enfrentan al bien y el mal buscando la natural intervención de las fuerzas del orden. Cuando las niñas juegan a ser mamás de sus muñecas se entrenan en la construcción de su feminidad. Hay niños y niñas que juegan a ser maestros, pilotos, guerreros, navegantes y héroes.

La industria mundial del juguete para los países ricos produce millones de tableros de ajedrez, telescopios, microscopios y alardes de modernidad. Se busca todo aquello que fomente la destreza humana y la ciencia. Para los mercados de los países pobres se exportan toneladas de pistolas que simulan disparos de verdad, barbies sofisticadas con siluetas de avispa que no encajan en la sociedad del hambre. Como es de imaginarse no existen las barbies negras y mestizas. Nosotros estamos vedados para los juegos ciencia. A nosotros, nos viene mejor aquello que no requiere inteligencia. Sólo importa la venta gananciosa. No importa el sentido de la vida misma.

Los niños del campo no existen para el mundo de los juguetes. Ellos juegan con la tierra. Juegan a construir canales y embalses para colocarse en la disyuntiva de la administración del agua tan escasa. Juegan a los roles que más tarde han de representar. Juegan al papá a y a la mamá. Juegan a los soldados porque son los únicos que sirven a la patria. Los niños urbanos juegan con la sutileza de la electrónica. Viven en la era de las computadoras. Los pobres reproducen la edad de piedra. Poco a poco nuestros niños abandonan la vida y el juego al aire libre para aislarse frente a un ordenador. Nuestras ciudades necesitan espacios para la recreación en donde la actividad lúdica permita ejercicios de representación humanos tan necesarios para la sociedad.

Compartir el juguete preferido o los juguetes preferidos con otros es construir democracia. La negación al juego compartido es autocracia pura y egoísta pero con la posibilidad enriquecedora del espacio compartido. La industria del juguete ha puesto en manos de los pequeños: robots, electrónica pura. La modernidad provoca asombro pero no posibilita la imaginación. Entre un dinosaurio operado con sensores cuyos movimientos dependen de la carga de una batería y un cabrito que come algarrobas hay mucha diferencia. Pero en ambos la curiosidad infantil se solaza. La vida es irremplazable. Quienes disfrutamos de la compañía de una mascota entendemos que construir una relación amistosa requiere talante humano, cuidado, curiosidad recíproca. Entre un robot y un niño jamás se desliza la ternura.

Los nuevos juguetes no dejan lugar para la imaginación. Los juguetes modernos resultan fascinantes el tiempo que dura la carga de baterías. Después los pequeños retornan al juego inocente con los escarabajos y las zampapalas atadas a un hilillo. La aventura propia de la imaginación. El descubrimiento de la naturaleza deslumbrante que no han descubierto los padres que no tienen espacios para jugar con sus hijos.

Existen juguetes que sin ser extraordinarios no han perdido su mágico encanto como los maromeros, los trompos que reproducen el movimiento giratorio de la tierra, las cometas, los zancos, esas muñecas de trapo regordetas que sin artilugios tecnológicos hablaban en la imaginación de nuestras abuelas. Aún recuerdo esas crines erizadas e imaginarias de los palos de escoba simulando caballos y los quepís de hoja de diario. Espadas hechas con recortes del carpintero del barrio y billetes para millonarios obtenidas de las envolturas de los cigarrillos. El juguete clásico era una buena pelota de trapo y con ella se forjaron cracks.

Nuestros héroes jugaron, antes de defender a la patria, una batalla en la que la justicia y la valentía eran los valores genuinos de los hombres y mujeres. La esencia del juego era la sorpresa y el entender que no hay límites para la fantasía infantil. Aún recuerdo los barquitos de papel, los castillos de arena y las botellas con mensajes arrojadas al mar con la esperanza de que alguien leería nuestros mensajes. Aún recuerdo este ritual humano trepado en la chalana de don Manuel Sabas un viejo pescador convencido que el achicar el agua de los botes, lata en mano, es un ejercicio que pone a prueba la paciencia de los buenos marineros. Como ayer, hoy y siempre los espacios para la recreación infantil son sagrados. Son parte de ese derecho humano elemental a la invención del futuro. Ignorarlos es como desatender al capital más valioso de un país.

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